El significado oculto detrás del concepto de Pop-up: el Amor por lo Efímero (短命) de los Heian

La sociedad contemporánea se define por la supremacía incontestable del capitalismo, que conlleva a un irrefrenable ritmo de trabajo que apenas otorga tiempo a las personas de invertir en sí mismas más allá de lo laboral. Masters, posgrados, dobles titulaciones y un sin fin de caras inversiones que todos debemos realizar o aspirar a completar para tener un hueco mínimamente decente en un mundo cada día más competitivo.

En este estresante y cambiante panorama, la obsesión por lo exclusivo brilla cada vez más, como elemento que nos diferencie de una masa progresivamente más homogénea y estandarizada, en la que además todo producto representa una versión de una lista donde la más nueva es mejor y relega a las anteriores al abismo de la devaluación (consumismo inducido). Algo limitado en su producción, sin embargo, conserva el valor e incluso lo aumenta con el paso del tiempo, por lo que sus prestaciones quedan relegadas a un segundo plano a la hora de calcular su precio en el mercado. Así mismo, pagar por experiencias, que son bienes temporales que las hacen únicas en detrimento de posesiones materiales ha ido ganando terreno como solución a la falta de tiempo que tienen las personas en crecer en el aspecto humano.

En el mundo de la cocina, esto comenzó a su vez con productos materiales como los vinos de alta categoría, y evolucionó hacia experiencias cada vez más complejas que a día de hoy representan los restaurantes Michelín.

No es para nada extraño, por ende, que un concepto como el Pop-up se haya desmarcado como una rentable y menos imponente propuesta para el restaurador que, vistos los riesgos que contrae adquirir e invertir en un local fijo como el de antaño ante situaciones incontrolables e imprevisibles como la pandemia de covid-19, representa una oportunidad de explotar mercados objetivo de forma controlada con resultados más que satisfactorios en todo sentido.

Y es que el pop-up, que podríamos definir como “experiencia o conjunto de experiencias bajo el dominio de una marca o asociación empresarial de duración limitada y descripción concreta en cuanto al desarrollo de los elementos que la definen”, es no sólo una ventana a otras culturas, un reto o un modelo de negocio alternativo, sino un reflejo de la necesidad que posee la sociedad de desmarcarse de la media por un momento, de sentir su individualidad como algo tangible en el mundo de los espejos.

Este concepto de valoración de “aquello que tiene un fin conocido” posee un origen para todos familiar, como es el Carpe Diem Barroco, Romántico o Renacentista, que alega a disfrutar del propio cuerpo a raíz de la muerte, a separarnos de las barreras culturales que lo encadenan y desatar sentimientos que religiones como el cristianismo ayudaron a categorizar como “animales” o “primarios”. ¿Qué producto es más relevante que el propio cuerpo? Sin embargo, esta identificación de lo caduco como algo bello es muy anterior a nuestra historia occidental, y tiene sus verdaderas raíces en el período Heian Japonés (794–1185 d.C), contemporáneo de 3 períodos distintos de la historia de China: la Dinastía Tang (617–907 d.C), las Cinco Dinastías (907–960 d.C) y la Dinastía Song (960–1279 d.C).

Wilhelm Hegel (Stuttgart, 27 de agosto de 1770-Berlín, 14 de noviembre de 1831), una de las mentes más determinantes en el análisis conceptual de la naturaleza y dinámica de la historia humana, aconsejó que ésta no sólo debe entenderse desde una visión pragmática, sino dialéctica: el desarrollo de nuestra raza puede ser conocido como un bien material. En este contexto, nuestra historia podría ser representada como una cuerda, donde al enroscarse sobre sí misma obtiene características de contextos anteriores, pero que al mismo tiempo no es capaz de desmarcarse de lo que es ni del contexto que la rodea en el presente, transmutando en versiones que parecen salidas de la nada pero que son en realidad reflejos de existencias pasadas manifiestas en ecosistemas distintos. Bajo esta consideración, no hay civilización que haya desarrollado el concepto de lo efímero de forma tan evidente en etapas tempranas de nuestra historia como la Heian, con el permiso de mis admirados impresionistas del XIX, y a pesar que la etimología de la palabra nos lleve a la Antigua Grecia.

El período Heian es para Japón no sólo una época donde el poder imperial se reafirma y refuerza, sino el origen de muchos de los elementos culturales más populares del país a nivel internacional, como los samuráis y el bushido o las bellas mujeres aristócratas de largos y brillantes cabellos negros con rostros empolvados de blanco (estética que culminaría con las geishas en el XVIII, mucho más tarde), así como patrones de comportamiento y fantasmas de la conciencia de todo japonés inherentes a su pasado religioso (no sólo conductualmente, sino en el uso y praxis en la selección y manipulación de ingredientes).

En este período de inusual paz pero de creciente pobreza en Japón, el respeto por la naturaleza y la meditación promovidos por el budismo llegado de China se manifiestan en una pasión por aquello que desaparecerá, estampas del entorno o sentimientos a los que artistas como los poetas otorgaban importancia.

Dichos extractos, cortos y elegantes en sus manifestaciones poéticas, eran reflejo muchas veces del devocionalismo que imperó en la época, que se hizo evidente a raíz de una marcada espiritualidad que venía con la misión de resolver el excesivo materialismo aglutinante practicado por las cúpulas del poder nacional. Este sistema absolutamente elitista había llevado a Japón al caos social, que incluso indujo a muchos de sus habitantes a creer que se hallaban viviendo el último de los tres períodos budistas del Mappō (el fin de la humanidad tal como la conocemos). Fue una época de estratificación social extrema que llevó a la clase baja a sufrir mucho.

Este desarraigo por lo terrenal llevó a aquellos que sabían escribir, como los monjes Kūya y Genshin de las montañas, a otorgar valor a todo aquello que los rodeaba que hasta entonces había sido considerado como mundano, y a muchas veces otorgarles connotaciones esotéricas. Era, sin duda, un período inundado de religión, al contrario que nuestra época, cuya significancia niega, pero que se ha olvidado y refrenda de forma inconsciente el amor por aquello que se va a acabar.

Esto se hace evidente en el poema de Ki no Tsurayuki, fundador de este estilo poético y uno de los recopiladores del Kokinshū:


Ah, la luna de otoño,

brilla con tal resplandor,

que puedo distinguir la forma de las hojas carmesíes

cuando caen al suelo.

 

Existe en la valoración de lo caduco un deseo oculto de su inmortalidad tras acabar su existencia terrenal, que persististe en nuestra era a pesar del ateísmo predominante. El siguiente poema de Ono no Komachi, la pasional poetisa célebre por sus obras de amor, refleja a la perfección el deseo de inmortalizar algo tan fágil como un sueño:


¿Viniste a mí

porque me quedé dormida,

atormentada por amor?

Si hubiera sabido que soñaba,

jamás habría despertado.


Este poema, que en su versión original presenta un sujeto masculino reflejando el machismo de la época, versa sobre el amor a distancia y manifiesta el deseo del momento de abstraerse de una realidad hostil, extendiéndose a la media como las precariedades que el pueblo debía enfrentar. Todo un símil (salvando las distancias, por supuesto) con las experiencias millenial, que proponen a todo aquel que pague por ellas un momento de paz y disfrute ante la vertiginosa carrera en la que se ha convertido la vida.


Un pop-up, por ende, es la máxima expresión conocida de lo caduco: el gozo del arte de la comida (que manifiesta en sí misma algo que va a ser, es y dejará de ser) en un formato que cesará de existir.


Por otro lado, la fe del ateo contemporáneo radica en su intento de potenciar el yo más allá de las posesiones físicas, y si bien la sociedad del XXI cree cada vez menos en una existencia superior, sí parece creer en el valor de aquello que no puede explicar.


Si ni Dios ni el alma existen, ¿por qué el ser humano sigue buscado crecer por encima de lo terrenal? ¿Por qué sigue valorándose a aquellas personas que buscan pulir su calidad como individuos, por encima del dinero o inclusive sus propios intereses intrínsecos? Puede que fuere por mera practicidad, por ser personas que no representan un problema o incluso sumen, que hagan nuestro día a día más sencillo. El ser humano siente quizás, admiración por la resiliencia, la obstinación, la capacidad de ser diferente en un mundo diseñado para un número, que representa la media. Porque a pesar de funcionar en un sistema por conveniencia, siempre queda una parte de nosotros que odia estar encasillados, que repudia que se nos trate a todos de la misma manera. Todos queremos ser únicos, distintos, para representar un factor que haga que se nos recuerde. El ser humano sigue tendiendo a rechazar la muerte, que representa el olvido.


Desde un punto de vista teológico, y partiendo desde una realidad desgastante (en el caso del pueblo llano Heian opresiva), el rechazo a la ambición y apego por los bienes materiales que representaba la riqueza acumulada por la clase pudiente contrastando con el sufrimiento de los pobres, hizo pensar a aquellos que dedicaban su vida a buscar la pureza en sus múltiples manifestaciones religiosas que quizás la inmortalidad postmortem debia seguir un camino precisamente opuesto a la búsqueda obsesiva por asegurar el recuerdo. Que quizás las pistas o restos de esa luz eterna que atravesaba la existencia residía en esos albores de belleza fugaces que se mostraban cautelosa pero constantemente alrededor de los seres humanos, esperando que alguna persona lo suficientemente intuitiva y serena fuera capaz de leerlos y apreciarlos.


Desde un punto de vista ateo, Dios habría sido creado como un psicólogo de cabecera sobre el que descargar nuestra impotencia y frustración ante la vida, que sosegara la violencia interior e impidiera desastres mayores al darle una salida a la oscuridad de la que formamos parte. Y así mismo, vendría a solucionar el miedo a desaparecer para siempre, dándonos la puerta a una existencia superior tras decir adiós a nuestra vida como seres humanos. Una suerte de mentira pragmática que atara nuestro ser más impuro, una esquirla de infancia encapsulada en el corazón de las personas que las hiciera capaces de tolerar momentos duros de sobrevivir como buenos individuos. Lo efímero sería aquella oportunidad que sólo sabe aprovechar el que se ha trabajado así mismo lo suficiente, o simplemente una exclusividad para el recuerdo.


Independientemente de ambas visiones, la biología de nuestro cuerpo no está preparada para vivir en el estrés constante, y abstraernos por un momento de ese contexto en forma de experiencias lúdicas representa una terapia de supervivencia, y hay quien dice que el consumismo se basa en esta realidad que al mismo tiempo impone. La necesidad de hacer fluir el capital, un sistema que en principio debía servirnos para mejorar nuestras vidas, termina por hacer esclavas a las personas. Si esto ocurre con algo como el dinero, que es una invención no pensante, ¿qué pasará en el futuro con la robótica y la inteligencia artificial?


Si bien la palabra efímero es ambigua, ya que el tiempo es a su vez relativo, engendra en las personas una sensación genuina de estar ante algo mágico, puro, dramático y por supuesto lleno de belleza. La incapacidad de escapar al yugo del tiempo aporta a las existencias particularmente fugaces de un valor distinto que las eleva por encima de su contorno atómico, y esto quizás sea porque nos sentimos identificados con esa historia finita, y al igual que no querríamos que nuestra vida se desvanezca en la nada, a su vez en aquello que sentimos que nos representa.



Fuente de la imagen:

https://sanngatsu.tumblr.com/post/139553288611/our-sayuri-san





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